15 de octubre de 2008

EL INSPECTOR MARTOS - 1ª parte

El Inspector Martos había pasado la noche en vela intentando atar los cabos del último asunto que le ocupaba.
Su falta de descanso no afectó aquella mañana su aspecto. Su rostro estaba ya curtido de numerosas vigilias, de infinitos casos resueltos a lo largo de su brillante carrera, dándole ese porte que sólo poseen los que tienen la certeza absoluta de su seguridad en sí mismos.

Martos era una persona de gran prestigio entre sus compañeros y superiores. Tenía de cara a casi la totalidad de Magistrados de la ciudad, que admiraban su trabajo y, sobre todo, su efectividad en resolver los casos que pasaban por su Comisaría.
Tanta eficacia no estaba exenta de cierto recelo por parte de algunos jóvenes jueces progresistas que dudaban de sus métodos, de su sorprendente capacidad para hacer confesar a los sospechosos e incluso a los más resabiados delincuentes. Pero Martos no era un torturador, no al menos un torturador físico. Nunca amenazó ni salió de su Comisaría ningún detenido con un solo rasguño.

Martos era algo más que eso. Poseía una psicología casi sobrenatural. Con un simple vistazo a la persona que tenía ante sí, sabía cómo debía abordarla.
En sus incontables interrogatorios ejerció de padre, de psicólogo, de psiquiatra, tenía también algo de brujo, de adivino, casi de telépata, pero nunca utilizó la violencia para conseguir sus objetivos. Tenía armas mucho más lesivas y eficaces: las palabras. Sus palabras. Esa cualidad de destrozar un cuerpo sin tocarlo, haciéndole oír lo que más duele, debilitándole psicológicamente hasta hacerle confesar.
Aquella noche estuvo dando un repaso a una jornada agotadora. Tenía que resolver un asesinato que hubiera sido perfecto de no ser por una de esas curiosas fatalidades que a veces se ensañan con los criminales tanto como hacen ellos con sus víctimas.

El cadáver de una mujer de 47 años, esposa de un importante promotor inmobiliario, había aparecido camuflado entre el forjado metálico de una zanja de cimentación que iba a ser rellenada del hormigón que sustentaría un edificio de oficinas que, curiosamente, construía la empresa de D. Jaime Belmar, esposo de la asesinada.
Desafortunadamente para el autor, esa curiosa fatalidad fue una pequeña cria de gato que el operario oyó maullar justo antes de hacer escupir toneladas de hormigón pulsando un botón. Al bajar a rescatarlo descubrió el cuerpo camuflado que desde arriba jamás hubiera percibido. De no haber sido por este hecho, el cadáver nunca hubiera aparecido, y, por tanto, nunca hubiera podido "hablar". Pero éste ya había comenzado a dar pistas al forense.
Había exculpado a su marido del traslado a su presunta tumba de hormigón, pues éste tenía una coartada en los días en los que presumiblemente alguien lo llevó hasta allí, pero no le exculpaba de momento de su muerte, que se produjo un día antes de que su marido volara a Brasil en viaje de negocios.
Todo lo que tenía hasta el momento era un esposo sospechoso, un cadáver rescatado de su silencio eterno y ninguna pista clara para comenzar.
Pero aquella noche el Inspector Martos no pudo concentrarse como en otras ocasiones. Esa tarde, antes de volver a casa, había visitado a su hija, de la que estuvo a punto de olvidar su cumpleaños.

Sofía era una joven guapa e inteligente. Acababa de terminar sus estudios de Derecho y era el tesoro más preciado de Martos, la razón de su vida. Hacía días que había leído en sus ojos que debía haber encontrado el amor de su vida, nada más fácil de detectar en una persona enamorada, y ese detalle, obviamente, no pasó desapercibido para él. Sin embargo, su hija era quizás la persona más difícil de abordar que jamás había conocido, la única que se le resistía. No pudo sacarle una palabra sobre la persona que ocupaba su corazón.
De vuelta a casa lamentó haber sido demasiado protector y exigente durante los últimos años. Tal vez por ello había provocado cierto recelo en ella a hablarle de asuntos de amor, de algo tan importante como hablar de la persona que más temprano o más tarde terminaría por arrebatarle su tesoro.

El sonido de su móvil distrajo sus pensamientos. Lo buscó con su mirada con cierta lentitud.
- ¿Inspector Martos? El Sr Belmar está ya en comisaría. Le está esperando.

Martos encendió un cigarrillo mientras observaba al Sr Belmar desde el exterior de la sala acristalada. Esperaba sentado con una dócil desesperación.
- ¿Qué tenemos, Ortiz? - preguntó al oficial sin dejar de mirar a través del cristal los ojos de Belmar.
- Bueno... dice que ningún hecho especial en los últimos días, semanas y meses. Descarta cualquier venganza. Dice no tener enemigos conocidos, ni problemas de competencia o económicos. Tampoco crisis matrimonial. Sólo afirma que llegó de Brasil y se encontró con todo esto.
- ¿Es su cartera? - preguntó señalando una billetera de Gucci que había sobre la mesa.
- Sí, estoy tomando los datos de su DNI.
Martos la cogió y miró en su interior. Estaba repleta de tarjetas de crédito y de visita, de empresas constructoras, de materiales, de abogados, notarios, selectos clubs deportivos y de masaje...
Martos pasaba las tarjetas una tras otra con la soltura de un niño cambiando cromos. Separó tres de ellas en las que apenas había reparado unos segundos. Las dejó sobre la mesa como quien da una mano al póker. Un gimnasio, "Gym-Medic-Sport", un restaurante "Auberge de France" y una joyería, "J&M Joyeros"
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Recuerdo esta historia de habertela leído sobre papel pero ya no recuerdo el final. Está muy interesante. Deberías escribir más. He echado vistazos al inicio de muchos libros que se lucen en las principales estanterías de librerías y no llegan a tener ni un ápice del gancho de esta historia. FRAN